En el último capítulo del realismo mágico que es nuestro diario vivir, Donald Trump se paró en los predios de la Casa Blanca y, con su boquita de comer, loó al dictador coreano Kim Jong Un, tildándolo de «líder fuerte» (como si hubiera en la historia algún dictador blandenguito), y envidiándole el hecho de que cuando él habla, su pueblo se para y presta atención (de nuevo, como si en alguna dictadura en la historia la gente pudiera pichearle a lo que dice su dictador). «Claramente yo no estoy diciendo que los americanos tienen que adorarme a mí como si yo fuera una deidad», apuntó Trump, «¡pero yo sí soy una deidad y los americanos deberían en efecto adorarme a mí como tal!».
«Ay, Bijnen», suspiró por su parte el gobernador Ricky Rosselló. «Trump con anhelos de que los estadounidenses lo escuchen con embeleso, y yo que me conformaría con que no compararen abiertamente mi voz con la de Mickey Mouse, o que no me llamen ‘nene de Papi’. Y si algún día abriera Féisbuc y no leyera a alguien otorgándome el título de ‘peor gobernador en la historia de Puerto Rico’ o refiriéndose a mí como ‘Ricky Robeyó’, creo que me moriría del asombro. Pero total, no importa: ¡al menos yo, al igual que Trump, cuento con huestes cegadas por el fanatismo que seguirán votando por mí no importa qué pase o deje de pasar durante este cuatrienio!».