«Decidme en serio, puertorriqueños», preguntó el monarca español, como si algún boricua supiese quién es o pudiera reconocerlo en una foto, «¿para acabar como estáis hoy día es que luchabais por lograr la independencia de la Corona? Sé que habéis terminado en mano de los Estados Unidos como botín de guerra, pero os veo de lo más comoditos. ¿Habéis hecho por casualidad algún facsímil razonable del Grito de Lares en los últimos cien años? ¿No? ¿Acaso pretendéis seguir saliendo con un chaval que os menosprecia y que no os ama verdaderamente? ¿No queréis mejor regresar con vuestro exnovio, quien, os prometo, ha cambiado bastante en los últimos siglos? ¿O deseáis quedaros con ese patán con quien andáis ahora solo porque es grande, fuerte y criminalote?», increpó con un derroche de triptongos.
Por su parte, la Isla negó vehementemente que su nuevo marchante, los Estados Unidos, abusara de ella: «¡Para nada! EEUU me quiere y jamás haría nada para lastimarme. Es cierto que no me deja participar en las elecciones del presidente que podría enviar a mis hijos a la guerra, pero eso es porque no quiere que pierda mi tiempo en esos menesteres democráticos que son para la gente grande, no para islitas bananeras tercermundistas como yo». Puerto Rico igualmente explicó que el golpetazo que ha sufrido su economía no se debía en gran parte a las Leyes de Cabotaje: «Hay lenguas viperinas por ahí diciendo que este moretón que tengo en el erario se debe dizque a que EEUU me obliga a usar exclusivamente su marina mercante para trasladar todos mis bienes (haciendo que los productos sean más caros y que mis exportaciones sean menos competitivas)… ¡pero solo lo hace porque él dice que yo no entiendo nada de cuentas y así él se encarga de todo!». Al preguntarle si extraña a su antiguo imperio, la Isla lo negó, asegurando: «¡Nada disolverá este pacto bilateral de amor que hemos forjado la metrópoli y yo!».