El equipaje del ahora anciano, compuesto mayormente de cajas repletas de encargos que su familia en Nueva York le había enviado a su esposa, cinco niños y demás familiares, llegó mayormente ileso, aunque Rivera estimó que «la ropa que mi Tía Luli le cosió a mis nenes ya no debe ni servirles, porque mis hijos deben estar ya en sus sesentas». También le pareció percibir una «tremenda peste a podrí’o» emanar de una de las cajas, en la que seguramente se hallaban varios bizcochos de frutas en un avanzado estado de descomposición: «Total, esos ‘fruit-cakes‘ que hacen en los Nueba Yores saben a cartón», se consoló. Lo que más le dolió, sin embargo, fue el silencio sepulcral que se apreciaba en la maleta donde venía el cocatiel que traía de obsequio para su hija menor: «Dito, yo que le hice rotitos a la tapa y to’ para que Plumitas pudiera respirar», se lamentó con tristeza.
Diversos oficiales del aeropuerto a través de las décadas se le acercaron al paciente campesino, al principio para asegurarle que «ya mismo sale el equipaje: es que nuestros maleteros están muy ocupados», y luego para rogarle que por favor se fuera y siguiera con su vida y que «no la desperdiciara en espera de unas trapos de cajas». Martiza Acevedo, actual directora del Luis Muñoz Marín, explicó: «Es entendible que haya una cierta demora en recibir el equipaje: esas maletas tienen que ser transportadas literalmente decenas de pies en un vehículo motorizado que transita por carriles reservados. ¡No se pueden esperar milagros!». Acevedo, sin embargo, no pudo evitar maravillarse de la compostura del ajado pasajero: «Lo que sí es que este hombre tiene la paciencia de Job. Día tras día, año tras año, década tras década, él seguía ahí parado al frente de la correa número dos, con la mirada clavada en la chorrera por donde teóricamente saldrían sus maletas, sin quejarse de nada. ¡Hasta yo misma hubiera mandado a este aeropuerto pa’l carajo hace buen rato!».
Rivera, quien tenía apenas unos veinte años cuando aterrizó de regreso en la Isla en el 1955, admitió que encontró que la espera por sus maletas en el aeropuerto principal de la Isla sí había sido «algo larga», pero aseguró que no podía quejarse de nada porque «después de tantos años podré finalmente ver a mi mujer y a los nenes, quienes ya deben estar casados y con hijos. ¡Quizás hasta sea abuelo y no lo sepa! Pero más que nada, estoy loco por salir de aquí y disfrutar del verdor primoroso de mi querida islita, dormir en la tranquilidad de sus campos, y respirar el aire puro y fresco de mi finquita que sin duda me espera cundí’a de frutos por recoger».