«¡A la verdad que yo soy un duraco que piensa bien out of the box!», se autoloó Rosselló al regresar de su viaje a la metrópoli. «No sé por qué ese ñemo de Agapito no pudo sacarnos del desmadre fiscal en el cual nos sumió su nefasta Pasada Administración®, si yo pude, con un simple viajecito a D.C., resolver todos nuestros problemas económicos. ¿Para qué vender nuestro patrimonio estatal cantito a cantito, poco a poco, día tras día, si se puede vender todo completito y de zopetón? Y lo mejor de todo es que hasta conseguí que me dieran algo a cambio de la Isla y todos sus habitantes: ¡cinco habichuelas mágicas! ¿Qué puede ser mejor que algo que tiene la palabra ‘mágica‘ en su descripción?», preguntó el gobernador Rosselló, ignorando que algo mejor que eso podría ser, por ejemplo, la palabra «exgobernador».
«Atendamos el asunto de las habichuelas mágicas, antes de que empiecen a tripiarme», advirtió Rosselló, quizás sin darse cuenta de que ya habíamos empezado. «Esta es una solución perfecta para nuestro terruño, porque fíjense que tiene que ver con la agricultura: ¿a ustedes los liberales comefuego no les encanta la agricultura? ¡Pues aquí tienen! ¿Qué preferirían? ¿Que invirtiésemos en el cultivo del café? ¡Por Dios, como si la gente tomase café! ¿O que exportásemos azúcar? BO-ring! No: mejor que eso son habichuelas, que se comen aquí por un tubo y siete llaves, y máxime si están encantadas. ¡Seríamos el único productor de habichuelas mágicas! ¡Sufran, republiquitas bananeras del montón! ¡Apártense, que aquí viene Puerto Rico, el ventiúnico exportador de comestibles sobrenaturales del mundo!».
Al increparle al gobernador exactamente qué hace que este puñado de habichuelas sean «mágicas», este replicó: «Pues, duh!… ¡el hecho de que van a salvar nuestra economía, obvio!».