El recién formado grupo de militantes que se hacen llamar «Los Hijos de Chencho» se constituyó «para protestar de forma enérgica el salpafuera que se ha formado en esta olla de grillos tropical que llamamos Macondo». La organización, cuyos miembros están «armados hasta los dientes pero más pelados que un chucho viejo», tiene como objetivo «hacerle la vida cuadritos a nuestros gobernantes y obligarlos a rendirle cuenta a la ciudadanía por la mala administración de la Isla –¡o al menos a que nos paguen el reintegro que nos deben!». Como en Puerto Rico tenemos que imitar todo lo venga de afuera, Los Hijos de Chencho resolvieron seguir el ejemplo de un grupo de rancheros blanquitos en Oregón quienes, sintiéndose oprimidos por el gobierno federal que no deja de favorecerlos, decidieron incomprensiblemente invadir a mano armada una pequeña oficina de un refugio silvestre (para el deleite de la tuiterósfera, que no tardó en burlarse de su falta de preparación o en inventarse literatura homoerótica entre sus integrantes).
«¡Ya está bueno de tanto abuso!», tronó Jeremías Narváez, el líder de Los Hijos de Chencho, mientras blandía un rifle e irrumpía en las oficinas del Centro de Servicios al Conductor (CESCO) de Bayamón. «¡De aquí no nos saca nadie hasta que el gobierno no atienda nuestros reclamos!», gritó, buscando con los ojos a algún empleado de la oficina para tomar de rehén, pero no viendo a nadie. «¡Jelou! ¡Hombres armados aquí! ¡Alguien asústese y llame a la policía, para que se arme un fostró!», reclamó el frustrado cabecilla mientras oteaba ventanilla cerrada tras ventanilla cerrada. Según cuentan los ciudadanos que estaban en el local esperando su turno, el grupo de hombres y mujeres armados recorrieron todo el local y no encontraron a ningún funcionario, a pesar de que ya eran las diez de la mañana y la fila llegaba hasta la puerta. «¿Qué hay que hacer en este país para apoderarse de una oficina gubernamental a la fuerza como Dios manda?», se preguntó Narváez derrotado.
Aparentemente, en vez de decenas de trabajadores públicos en pleno desempeño de sus labores, el grupo subversivo solo halló oficinas vacías de empleados que habían sido cesanteados; despachos de funcionarios que no ya no van al trabajo porque están reportados al Fondo; y ventanillas de servicio al cliente cerradas porque sus dependientes ya habían salido a almorzar. Algunas de dichas ventanillas, debajo del rótulo que decía «Cerrado», le ofrecían opciones de autoservicio al cliente, exhortándolo a escoger una de las siguientes opciones: «Ay, mi amol, eso no es aquí»; «Pérez es quien único puede hacerte esa gestión, pero ella está de sabática y no sabemos cuándo vuelve»; o «Necesitas traer evidencia de dirección, afidávit de abogado y certificación médica; pagar una multa que apareció de la nada; y regresar mañana». Incluso ante tal desaire, la organización de ciudadanos iracundos juró que no desalojaría el local «hasta que el gobernador no responda a todas nuestras querellas; hasta que la economía de la Isla no le garantice un trabajo digno a todos los puertorriqueños; o hasta que no se nos acabe la caja de Medalla que trajimos».